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saber que al fin estaba viva. �Qu� era todo eso sino la felicidad del riesgo? Estaba m�s
entregada a�n.
En cierto modo, le gustaba que Laura, otra mujer, viviera lo que ella hab�a vivido y
que disfrutase como ella hab�a disfrutado con Carmen. Tambi�n so�aba con que, despu�s,
Carmen le dijese dónde hab�a sido para poderlo imaginar de distintas formas, pensar en el
momento del saludo, al encontrarse, en la intensa sensación de ir desvisti�ndose a zarpazos
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o a pinceladas, en la humedad de dos vientres agitados... En Carmen disfrutando con los
dedos de Laura y dej�ndose hacer por labios �vidos de sensualidad...
Hab�a sido Laura aquella vez, pero Andrea sab�a que sólo ser�a la primera, que
despu�s vendr�a otra y otra m�s, aunque no le importaba si entre medias se lo pod�a contar
y le dejaba recrearlo en su piel para renovar el disfrute. "Exc�vame, excava un poco m�s
hondo...", repetir�a Carmen, y a Andrea todav�a se le hacen de lluvia los pensamientos
cuando lo recuerda. A las nueve de la noche Laura salió y un minuto despu�s Andrea llamó
por el telefonillo del portero autom�tico y pidió permiso para subir. Carmen dijo que se
apresurase, que ten�a noticias para ella.
Hab�a convencido a Laura para que hicieran el amor las tres juntas. Le preguntó si le
apetec�a. Por estar con ella hubiese hecho cualquier cosa, por supuesto tambi�n compartirla,
as� se lo dijo. Y todo quedó para un próximo d�a, tal vez para el jueves siguiente, cuando
Laura ten�a una excusa perfecta en forma de reunión de seminario de demoscopia al que no
asistir�a para poder verlas y estar junto a ellas.
Carmen estaba tan entusiasmada que ni siquiera recordaba que ten�a marido e hijos;
tampoco se dio cuenta del hinchazón amoratado de la cara de Andrea. Empezó a hablar y
hablar, haciendo planes sin cuento, asegurando que desde entonces saldr�an todos los
viernes y todos los s�bados por la noche, que ten�an que aprovechar que Laura quer�a
disfrutar para divertirse con ella, que alguna vez ten�an que ir a Madrid para pas�rselo
bien... "Y, �sabes lo que te digo?", dijo finalmente, con toda gravedad: "Que me separo de
Joan, estoy decidida. Me voy a venir a vivir aqu�, contigo. Y, por cierto, �se puede saber qu�
te ha pasado?", preguntó revisando su cara por un lado y por otro. "Hija, qu� aspecto m�s
horrible. Ni que alguien te hubiese dado un pu�etazo..."
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Le dijo otra vez que no porque quer�a decir ojal� y dos mil a�os despu�s se volvieron a
rasgar los velos del templo de Jerusal�n. En realidad no dijo "no"; sólo preguntó que qu�
pensaba hacer con sus hijos, si no le apenar�a no verlos a diario, porque, desde luego,
ning�n juez le dar�a la guarda y custodia si pesaba sobre ella el abandono del hogar y la
cohabitación con una lesbiana; y ella se puso como una loca, fuera de s�, gritando que para
tratarla de ese modo no se explicaba por qu� le hab�a hecho creer que la quer�a, que era la
segunda vez que hac�a lo imposible para que no viviesen juntas y que para malos rollos ya
ten�a ella bastantes; que no la necesitaba para nada y que volver�a con su marido y con sus
hijos, que se buscar�a alguien que la quisiera, y que por ella pod�a pudrirse. "Vete a la
mierda", le dijo antes de cerrar dando un portazo, dejando en los o�dos de Andrea un ruido
sordo como el eco de un ata�d al cerrarse de golpe y en su cabeza los velos del templo de
Jerusal�n, rasg�ndose de nuevo. Se nubló su cabeza y la convicción de que Carmen ten�a
razón se trenzó con la seguridad insoportable de que la hab�a perdido, y esta vez para
siempre.
Aquella noche, la soledad fue un aquelarre de gatos ciegos siguiendo el curso de las
estrellas desde los tejados de un mundo arrasado por la furia del desamor. Fue soledad y
desvalimiento, miedo a no volver a o�r su voz, a no repetir caricias, a no verla nunca m�s
tendida a su lado, dormida o despierta, seria o divertida, preguntando o pregunt�ndose por
qu� amar era fingir cordura en la locura, disimular deseos, cercenar la libertad para sentirse
libre en los brazos de quien liberando esclaviza y esclavizando libera. El miedo a no volver a
verla fue mayor a�n que la soledad, a fin de cuentas la soledad pod�a remediarse con la
muerte mientras ni muriendo podr�a volverla a ver, y el v�rtigo de pensarlo le nubló la
cabeza dej�ndola sin fuerzas ni decisión para correr junto a ella, o marcar su n�mero para
arrastrarse a trav�s del hilo telefónico suplicando su perdón, o salir a la calle y hacer guardia
ante su casa o su trabajo hasta que apareciera y le permitiese hablarle, decirle que la amaba
por encima y por debajo de ella misma y que sus hijos y su marido le daban igual, que lo
hab�a dicho porque pensaba que era lo que esperaba que dijera y que lo �nico que quer�a era
que tuviese lo mejor. Pero en la noche se le aparecieron a Andrea todos los fantasmas de la
soledad, del miedo y de la orfandad y sólo pudo meterse en la cama, taparse la cabeza con
las s�banas y contener la respiración para que la vida no la encontrase porque ya hab�a
decidido no vivir, al menos hasta que Carmen ordenase lo contrario.
Le fue imposible dormir y tambi�n despertar del aturdimiento. Su cabeza viajó en un
vuelo distinto del resto de su cuerpo y aunque fumó, bebió y tomó un valium no pudo
recuperar el m�nimo de vida para abandonar la cama y correr a su lado. Las horas negras
pasaron tan despacio que hasta tres veces creyó o�r las cuatro de la madrugada en las
se�ales horarias de la radio, y las cinco nunca pudo o�rlas. A las cinco y media estaba bajo la
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