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nuevas se�as, y cuando alguna de ellas (o alguien que me hab�a
localizado a trav�s de ellas) llamaba a mi puerta, simplemente no le
abr�a. Es lo que ocurrió con Marcos Luna, quien durante alg�n tiempo
apareció de forma regular por mi casa y se hartó de tocar el timbre
sabiendo que yo estaba dentro, oy�ndole, hasta que comprendió que no
iba a conseguir hablar conmigo y a partir de entonces se limitó a dejar en
mi buzón, cada viernes al mediod�a, un paquete de tabaco lleno de porros
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de marihuana reci�n hechos. Tambi�n mi agente literaria me enviaba de
vez en cuando una relación de las personas que llamaban a su oficina so-
licitando mi presencia en alg�n sitio o preguntando por m�, aunque nunca
le contest�. Por supuesto, no trabajaba, pero las ventas del libro me
hab�an proporcionado unos ingresos suficientes para vivir sin trabajar
durante a�os, y no ve�a ninguna razón para no dejar transcurrir el tiempo
hasta que se agotase el dinero. Mi �nico esfuerzo consist�a en no pensar,
sobre todo en no recordar. Al principio hab�a sido imposible. Hasta que
abandon� la casa que hab�a compartido con Paula y Gabriel y me fui a
Barcelona no pod�a dejar de torturarme pensando en el accidente: me
preguntaba S� en el �ltimo momento Gabriel se habr�a despertado y
habr�a sido consciente de lo que iba a ocurrir; me preguntaba qu� hab�a
pensado Paula en aquel momento, qu� recuerdo la hab�a distra�do
mientras conduc�a, provocando el volantazo que a su vez provocó el
accidente, qu� hubiera ocurrido si, en vez de quedarme en la fiesta,
hubiera vuelto a casa con ellos... Quienes conocieron la sevicia
programada de los campos de concentración nazis o sovi�ticos suelen
afirmar que, para soportarla, se animaban recordando la felicidad que
hab�an dejado atr�s, porque, por remota que fuera, siempre segu�an
abrigando la esperanza de que alg�n d�a podr�an recuperarla; yo carec�a
de ese consuelo: como los muertos no resucitan, mi pasado era irre-
cuperable, as� que me apliqu� a conciencia a abolirlo. Tal vez por eso, en
cuanto me instal� en Barcelona empec� a hacer vida de noche. Me
pasaba semanas enteras sin salir de casa, leyendo novelas polic�acas en
la cama, aliment�ndome de sopas de sobre, latas de conserva, tabaco,
marihuana y cerveza, pero lo habitual es que pasara la noche fuera,
pate�ndome sin tregua la ciudad, caminando sin rumbo ni propósito fijo,
par�ndome de vez en cuando para tomar una copa y descansar un rato y
recuperar fuerzas antes de continuar mi paseo hacia ninguna parte hasta
el amanecer, cuando volv�a estragado a casa y me tumbaba en la cama,
sediento de sue�o e incapaz de dormir, enervado por los ruidos ajenos del
mundo, que incre�blemente segu�a su curso imperturbable. El insomnio
me convirtió en un teórico apasionado del suicidio, y ahora pienso que si
no lo puse en pr�ctica no fue sólo por cobard�a o por exceso de
imaginación, sino tambi�n porque tem�a que mis remordimientos fueran a
sobrevivirme, o m�s probablemente porque descubr� que, m�s que morir,
lo que deseaba era no haber vivido nunca, y por eso a veces conciliaba un
sue�o transparente y sin sue�os cuando me imaginaba viviendo en el
limbo pur�simo de la no existencia, en la felicidad de antes de la luz, de
antes de las palabras. Me aficion� a jugar con la muerte. De vez en
cuando cog�a el coche y conduc�a de forma obsesiva y temeraria durante
d�as enteros, al azar, par�ndome sólo a comer o a dormir, confortado por
la segundad permanente de que en cualquier momento pod�a dar un
volantazo como el que hab�a matado a Gabriel y a Paula, y una noche, en
un prost�bulo de Montpellier, me enzarc� en una discusión sin sentido con
dos individuos que acabaron peg�ndome una paliza que me mandó de
nuevo a un hospital del que sal� con el cuerpo negro de moretones y la
nariz rota. Tambi�n me compr� una pistola: la ten�a guardada en un
cajón y de vez en cuando la sacaba, la cargaba y me apuntaba con ella en
la frente o bajo la barbilla o me la met�a en la boca y la manten�a all�,
saboreando la acidez llameante del ca�ón y acariciando apenas el gatillo
mientras el sudor me chorreaba por las sienes y m� jadeo parec�a atronar
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m� cabeza y Henar a rebosar el silencio del piso. Una noche pase� durante
largo rato por el pretil de mi terraza, feliz, desnudo y en equilibrio, con la
mente en blanco, consciente sólo de la brisa que me erizaba la piel y de
las luces que iluminaban la ciudad y del precipicio de v�rtigo que se abr�a
junto a m�, canturreando entre dientes una canción que he olvidado.
En ese estado de funambulismo sin salida pas� la primavera, el
verano y el oto�o, y no fue hasta una noche de principios del invierno
pasado cuando, gracias a la alianza providencial de un incidente desa-
gradable, un descubrimiento azaroso y un recuerdo resucitado, de
repente tuve un atisbo fugaz de que no estaba condenado a llevar para
siempre la vida de subsuelo que hab�a llevado en los �ltimos meses. Todo
empezó en Tab�, un club nocturno situado en la parte baja de la Rambla
y frecuentado por turistas, que acuden all� en busca de espect�culos de
pomo local a precio asequible. Es un local oscuro y ra�do, con una barra
dispuesta en �ngulo recto a la derecha de la entrada y un escenario
rodeado de mesas y sillas de metal y sobrevolado por globos de luz con
lentejuelas plateadas, a la izquierda del cual un telón oculta los
reservados para las parejas de pago. Yo ya hab�a estado all� en un par de [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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