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máximo que puedo pagarle.
Daniel no era ni estúpido ni ingenuo. Se dio cuenta, al tiempo que se aferraba a aquella
oferta principesca, que se pensaba realizar algo deshonesto. La galería se especializaba
en el paisaje inglés. Sin duda alguna, Deane iba a vender, o intentar vender su cuadro
como si fuera una obra genuina de aquel período. Pero eso ¿qué le importaba a él? Era la
primera vez que alguien le había hecho una oferta seria por algo pintado por él mismo, y
la cantidad ofrecida era suficiente para cortarle el aliento... o casi. Pero aún le quedó el
suficiente para balbucear:
 Lo acepto.
 Bien  ronroneó Deane . Se trata de un mercado en auge. ¿Puede usted hacer
otros?
Daniel asintió con un débil gesto.
 Si son tan convincentes como éste  dijo Deane , se los compraré. Al mismo
precio. Y ahora, le pagaré en efectivo. No quiero saber su nombre, dirección, ni nada de
usted. Cuando tenga más telas, llámeme por teléfono y acordaremos una cita. ¿Lo ha
comprendido?
Daniel asintió de nuevo. Deane se inclinó de repente hacia la pintura, abrió la boca en
un gesto de asombro y murmuró:
 ¡Idiota!
 ¿Qué ha dicho?  preguntó Daniel, desconcertado.
 Ha firmado usted. ¿Cómo demonios...? Oh, está bien, supongo que alguno de mis
especialistas podrá suprimir la firma. Pero, por el amor de Dios, no continúe firmándolos
en el futuro.
 Desde luego que no  dijo Daniel humildemente.
Diez minutos después salió de la Galería Deane con setecientas cincuenta libras en el
bolsillo y una sensación de júbilo en el corazón.
Pensó en llamar a una de sus antiguas amigas y llevarla a almorzar al Claridge o al
Ritz. Pero decidió no hacerlo. Su traje estaba arrugado. Ni siquiera aquellas setecientas
cincuenta libras le permitirían reanudar su antiguo estilo de vida. No, lo mejor que podía
hacer era pintar unos pocos cuadros más como aquel, y vender lo que ya comenzaba a
considerar como sus pinturas «victorianas» a Michael Deane, y ver más tarde la
posibilidad de regresar a la zona de Chelsea y a la vida que había llevado hasta entonces.
Se afanó con la paleta durante diez días. Pero sus esfuerzos fueron inútiles. No le salía
nada bien, ni las figuras, ni las perspectivas, ni los colores, y mucho menos los detalles.
Lo que surgía de su paleta eran una serie de lienzos emborronados, con figuras
distorsionadas, que más bien recordaban los intentos de un niño por representar la
naturaleza, vislumbrándola de un modo absurdo. Al décimo día, permaneció
contemplando durante un tiempo un nuevo lienzo, aún sin empezar.
Deseaba iniciar el trabajo y, sin embargo, se sentía aterrorizado al pensar en ello.
Sentía el poder y la inspiración, pero la razón le decía que no tardaría en estar
contemplando otro desastroso fracaso. Y entonces, de pronto, dijo en voz alta una sola
palabra:
 Bebida.
Había pintado su único cuadro «Victoriano» bueno estando borracho. Quizá fuera esa
la clave. Quizá necesitaba la relajación que le procuraba la bebida antes de poder hallar la
fuente de inspiración que, sin duda alguna, debía de estar allí. Dejó la paleta y abandonó
el estudio precipitadamente. Regresó diez minutos después con cinco botellas de vino. Se
pasó toda la tarde bebiendo y pintando, y el cuadro, que terminó al anochecer en un
estado de avanzada embriaguez, era mucho peor que los otros que había visto. Había
consumido dos botellas enteras de vino, y eso no le había servido de nada.
Se tumbó en la cama, pensando en el suicidio durante una hora. Su buen cuadro
«Victoriano» había sido sin duda alguna una anormalidad, un acto esporádico, algo que
ya nunca volvería a repetirse. Probablemente, había sido una copia inconsciente de algún
lienzo que había visto de niño y que había quedado indeleblemente impreso en su
subconsciente (había leído en alguna parte que tales cosas podían ocurrir). Nunca
lograría hacer otro cuadro igual. Se incorporó y cogió su cuchillo de cocina. Se dirigió al
cuadro y lo desgarró. A continuación, abrió otra botella de vino y se la bebió virtualmente
a toda la velocidad con que pudo tragar. Y después perdió el conocimiento.
A la mañana siguiente supo lo que encontraría, incluso antes de abrir los ojos. Las
circunstancias eran idénticas. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Estaba completamente
vestido. Y no podía recordar nada de lo ocurrido tras haber abierto la última botella de
vino. Durante un tiempo ni siquiera se molestó en abrir los ojos. Simplemente meditó
sobre aquel extraño dilema. Al parecer, era capaz de pintar obras maestras hallándose en
un estado que normalmente le habría impedido incluso sostener un pincel, y mucho
menos pintar un cuadro. Podía producir sus pinturas «victorianas» en aquel estado y no
en otro. Pero aquel estado era peligroso. Daniel sabía que no podía inducirlo a diario, y ni
siquiera una vez a la semana, y confiar al mismo tiempo en disfrutar de una larga vida. Y
así, casi desapasionadamente, llegó a una conclusión. Lo haría una vez cada quince días.
Se emborracharía hasta quedar inconsciente y pintaría otro cuadro «Victoriano». Sería un
artista una sola vez cada quince días. Tras haber llegado a esta conclusión abrió los ojos,
se levantó, se dirigió hacia el caballete y contempló la nueva pintura. La escena era
comparable a la última. Mostraba un prado con algunos caballos, una residencia y una
corriente de agua. Estaba pintando con los mismos tonos azules, verdes y marrones, pero
en esta ocasión había trazas de carmesí y de amarillo. En su estilo, era un cuadro
maravilloso. Daniel miró hacia la esquina derecha inferior. Allí estaba su firma. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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