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Camorra no se escapase, alzó el rifle y apretó dos veces el gatillo.
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Librodot Los jinetes de la pradera roja Zane Grey
vio al primer jinete inclinarse a un lado y caer. vio a otro dar un brinco en la silla, con
un gesto de dolor. Después Camorra, asustado por las detonaciones, saltó y casi hizo caer a
Venters. Con un fuerte tirón de su poderoso brazo obligó el joven al caballo a detenerse y lo
montó de un salto. Luego, apretando los maxilares, miró hacia los jinetes para ver qué partido
tomaban.
Los bandidos habíanse escampado para ofrecer menos blanco a las balas, pero no
huían; al contrario, enfrentáronse con él, apercibidas las armas. Oyó una fuerte detonación, y
en el preciso instante en que Camorra daba otro salto, oyó silbar una bala, que no le hirió por
el movimiento del animal. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Venters y, rabioso, apuntó al
jinete que llevaba la carabina y lo mató de un tiro certero. Camorra dio un fuerte resoplido y
se lanzó a la carrera. El joven le dejó correr unos veinte metros y lo detuvo con brazo férreo.
Quedaban cinco enemigos, seguramente bandidos todos. Uno de ellos se apeó para
apoderarse de la carabina de su compañero muerto. Un tiro de Venters, que no dio en el
blanco pero que le envolvió en una nube de polvo, obligó al hombre a volverse rápidamente a
su caballo. Luego se separaron. El jinete herido tomó un camino; el que quiso coger la
carabina, otro, y Venters creyó ver que un tercer jinete, que llevaba un bulto de extraño
aspecto, desaparecía también en la pradera. La rapidez de la acción le impidió ver con
exactitud de lo que se trataba. Los dos restantes jinetes, que, en total, llevaban tres caballos,
uno de ellos a la zaga, dirigiéronse hacia la derecha. Temiendo al rifle de largo alcance, un
arma pesada que ni los bandidos ni los jinetes solían llevar nunca, veíanse obligados a poner
distancia entre ellos y aquel tirador.
De pronto advirtió Venters que uno de los dos montaba a Campanilla, el caballo de
Juana Withersteen, el brioso y rápido corcel que ella había regalado a Lassiter. Venters dio un
grito salvaje. Luego notó cierto aire familiar en la pequeña y estrambótica figura del segundo
jinete, que parecía una rana en la silla y que, sin embargo, montaba con inimitable gracia y
habilidad, cosas ambas tan incongruentes con su figura.
-¡Jerry Card ! -gritó Venters.
En efecto, era el lugarteniente de Tull y, al reconocerlo, el furor de Venters subió de
punto. Miró más atentamente a su encarnizado enemigo.
-¡Es Jerry Card ! -volvió a exclamar- ; Va montado en Estrella Negra y lleva detrás a
Africano!
Su cólera no conoció límites. Apretó las espuelas y mientras el caballo aumentaba
gradualmente la velocidad, el joven llenó de nuevo la cámara de su rifle. Card y su
compañero estaban a cosa de media milla o poco más de distancia, cabalgando ligeros por la
parte baja de la pendiente. Venters observó el suave paso y comprendió su significación; hizo
galopar a Camorra fuera de la pradera para entrar en ancho camino de ganado que el continuo
pisar de los animales bovinos había convertido al cabo de los años en una verdadera carretera
de duro y liso suelo. Venters vio que Jerry volvía la cabeza para mirarle y que el otro jinete
hacía lo mismo. Luego, los tres corceles robados alargaron el paso de modo que el medio
galope podía convertirse al instante en galope tendido.
-¡Camorra! Ya tenemos la apetecida carrera - dijo
Venters ásperamente-. Haremos lo mismo que ellos, iremos a medio galope mientras vayan al
mismo paso, a galope si galopan, y correremos de verdad cuando ellos lo hagan también. Que
sean ellos los que marquen el paso.
Venters sabía que montaba el caballo más fuerte, resistente y veloz que pudiese
montar jinete alguno de aquellas altiplanicies de Utah. Recordando la sincera afirmación de
Juana acerca de la superioridad de sus negros corceles sobre Camorra, se alegró el joven de
que ella no estuviese presente, pues de ser así, tendría que sufrir el mayor desengaño de su
vida. Pasado el primer momento de furia, recobró el joven la serenidad. Era el suyo un humor
siniestro, completamente extraño a su modo de ser, engendrado, sostenido y avivado por las
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furiosas pasiones de hombres semisalvajes en un país selvático. La fuerza en él, la madurez
de sus sentimientos, que no eran odio, pero sí algo tan inexorable como el odio, pudo haber
sido la fiera fruición de toda una vida de anhelada venganza. Nada hubiera podido detenerlo.
El jinete reflexionó y planeó astutamente cómo había de ser la carrera. El bandido que
montaba a Campanilla rezagaríase seguramente y desaparecería en la altiplanicie. Lo que
pudiese hacer éste, poco le importaba a Venters. Detener a Jerry Card, acabar su maldita
carrera de crímenes lo mismo que aquella huída, era lo único que tenía importancia para él. El
camino del ganado extendíase en interminables millas, descendiendo con suavidad por la
pendiente. No había en toda la extensión del camino y la pradera ningún jinete, ningún
bandido que pudiera socorrer a Jerry Card. La única salvación de éste consistía en abandonar
los caballos robados e internarse en la pradera de artemisa para esconderse. En una carrera de
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