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aquellos suplicios, alzó su poderosa voz.
¡Eh, guardias! exclamó . ¿Vais a dejar que un hombre muera de
hambre y sed? ¡Traedme agua, al menos! ¿Qué prisión infernal es ésta?
Al cabo de un rato se oyeron unos pasos, un tintineo de llaves, y un
carcelero obeso y barbudo abrió la puerta al otro extremo de la celda.
¡De modo que el perro occidental ya ha despertado! Debes saber que te
encuentras en los calabozos del pala ció del rey Yezdigerd, en Aghrapur.
Aquí tienes comida y agua. Necesitaras fuerzas para apreciar la cordial
recepción que te ha preparado el rey.
El carcelero dejó un mendrugo de pan y una jarra de estaño cerca del
cimmerio, y luego cerró la puerta de la celda. A continuación se alejó, mientras
sus carcajadas resonaban por los pasillos. El hambriento cimmerio se abalanzó
sobre los alimentos y se puso a masticar grandes trozos de pan rancio, que
ayudaba a pasar con grandes tragos de agua. Al menos sabía que no tenía que
temer que lo envenenaran, ya que si el rey hubiera querido matarlo, habría sido
fácil hacerlo mientras estaba inconsciente.
El cimmerio reflexionó acerca de su situación. Estaba en las manos de su
enemigo más implacable. En el pasado, el rey había ofrecido fabulosas
recompensas por la cabeza de Conan, por lo que fueron muchos los intentos
que se habían hecho para eliminarlo. El cimmerio había matado a algunos de
sus pretendidos asesinos. Pero el odio tenaz que alentaba en el corazón de
Yezdigerd no se atenuó ni siquiera cuando su enemigo hubo alcanzado el
poder como rey de la lejana Aquilonia. En ese momento, merced al astuto plan
de una mujer, Conan se encontraba en las manos de su implacable enemigo.
Cualquier hombre se habría desanimado ante tan terribles perspectivas.
Sin embargo, Conan no era de esa clase de hombres. Aunque aceptaba las
cosas tal como eran, de acuerdo con el realismo de los bárbaros, su fértil
imaginación ya estaba intentando elaborar un plan que le permitiera recobrar la
libertad y volver las tornas. Los ojos del cimmerio se entrecerraron cuando
volvió a oír pasos en el corredor.
Los pasos se detuvieron a una áspera voz de mando. A través de las rejas,
Conan divisó a media docena de soldados con mallas doradas que brillaban a
la luz de las antorchas. Llevaban espadas curvas, y dos de ellos empuñaban
pesados arcos con flechas. Un oficial alto y corpulento se adelantó hacia la
puerta. Conan reconoció a Ardashir, que hablaba con voz cortante.
¡Shapur y Vardan! dijo . Atad fuertemente al bárbaro y ponedle una
soga al cuello. Arqueros, prestad atención para evitar cualquier intento del
preso.
Los dos soldados mencionados avanzaron para cumplir la orden. Uno de
ellos llevaba un madero de unos dos metros de largo y varias pulgadas de
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grosor, y el otro sostenía una gruesa soga.
Luego, Ardashir se dirigió al cimmerio en tono hiriente. Se notaba que
hubiera querido castigar a Conan, pero logró controlarse, gracias a su
autodisciplina de veterano oficial. Con voz sibilante dijo:
Un solo movimiento en falso, perro bárbaro, y tu corazón será blanco de
mis arqueros. Me encantaría darte muerte con mis propias manos, pero de eso
quiere encargarse el mismo rey.
Los helados ojos azules de Conan observaron al vengativo oficial sin la
menor emoción, mientras los soldados colocaban el madero cruzado a la
espalda del cimmerio y le ataban los brazos a aquél. Sin que el esfuerzo
resultara visible, el bárbaro tensó sus poderosos músculos a fin de que más
tarde las cuerdas quedasen flojas. El carcelero soltó los grilletes que retenían al
prisionero, y éste dijo:
Puercos turanios; tarde o temprano recibiréis vuestro merecido. Ya lo
veréis.
El rostro de Ardashir se contrajo de rabia, y, como si escupiera, repuso:
¡Pero tú lo pagarás antes, maldito salvaje! No hay tortura imaginada por el
hombre que sea tan cruel como la que te preparan los verdugos del rey. ¡Pero
basta ya de charla! ¡Sígueme, ridículo rey sin reino!
Después de hacer un gesto a los soldados, el pequeño grupo emprendió la
marcha por los corredores. El cimmerio caminaba en el centro, soportando el
madero sobre los hombros. Conan mantenía la serenidad, pues ya otras veces
se había encontrado en situaciones tan comprometidas como aquélla, y
siempre había logrado alcanzar la libertad. Era como un lobo acorralado, alerta
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